domingo, 1 de abril de 2012

Entrelazados



Me quedé helado con la noticia de la muerte del cura. Nunca te conté la penitencia extraña que me hizo hacer el Padre Zink. Años me llevó olvidar la noche del 24 de Julio de 1983, cuando yo era pupilo en la Misión Salesiana de Río Grande. Ahora el diario despertó el recuerdo y las terribles preguntas.
No debería sentirme nervioso al recordarlo pero estoy temblando.
Tenía 15 años, andaba enfermo de amor por vos, y vos no sentías por mí ni la mínima ternura.
Yo era un muchacho enamorado, y me creía tan recio que acostumbraba llevar escondidos en la ropa un facón y una petaca. Bebía mucho porque todavía no había podido someterte a mis caricias.

Empezaban las vacaciones de invierno. Bajar al poblado siempre era una fiesta. Noche de amigos y whisky de pobres en un bar de mala muerte. Mi cumpleaños y la misión de arrancarme la virginidad con violencia, como si fuera el cuero cabelludo de un enemigo. 
Se acercó una negra hermosa, llena de carnes. Se llamaba Carla y era del Caribe. Mi boca le habló con insolencia, y ella, cerrándola con un dedo, dijo que le gustaban mis labios de amante.
Comparada con vos, son el día y la noche.
Me llevó a la pieza y como yo me caía de la borrachera, sacó un porrón de barro que tenía una calavera esculpida y me dio un trago diciendo: esto revive a los muertos, mi rey. Era un brebaje horrible con gusto a caldo y olor a ron. Quemó unas hierbas perfumadas y sentí crecer la fiebre. Sentí que el pecho se me llenaba de gritos de indios. Vi fuegos, lanzas y destellos. Nunca más una mujer se enroscó en mi cuerpo de esa manera. La oscuridad era total, sólo veía sus dientes, blancos como ovejas recién esquiladas. Cabalgamos desnudos reventando caballos. Cabalgamos hasta que enterré hasta el pecho mi caballo en su turba. Grité con una voz que no era mía y me asusté… Ella empezó a reírse… ¡Esas carcajadas!

Vos y yo aprendimos juntos todo lo que puede pasar entre un hombre y una mujer. Esto fue distinto; fue como tocar el fondo del infierno. Nunca terminé de entender lo que pasó en esa pieza. Amé a una negra en la oscuridad con todo lo que eso implica.
Realmente no vi a qué le hice el amor.

Volví a la casa de mi tutor. ¿Dónde estuviste, animal? ¿Importa? En este pueblo hay bares por todos lados, le dije. Me dio un par de sopapos y me empujó hasta el auto.
Me desperté con la boca bañada en sangre. Estaba en la galería desierta de mi querido colegio. Mis vacaciones habían terminado de golpe. Subí con mi bolso a las piezas. Me miré al espejo. Tenía horribles ojeras del color de las uvas. Dormí un sueño de piedra.

Las pesadillas me despertaron: la risa en la oscuridad, los dientes y los besos con que me acariciaba. No pude dormir más. Miré el reloj: las 5 de la mañana.
Mi sangre era agua estancada. Tanto me pesaba el pecado.

Bajé a la galería y vi luces en la oficina del Padre Zink. Éramos los únicos en el colegio. Golpeé la puerta y me invitó a pasar.
Me recibió con un mate. Hubo preguntas rituales y chistes sobre mi aspecto. Le pedí que me confesara y abrí mi alma. Escuchó, sin inmutarse, los percances de mi corazón y toda la locura de la última noche.
El cura era gaucho, era herrero, y estaba acostumbrado a los espectáculos sangrientos del campo. Hay compañeros que juran por sus madres haberlo visto realizar un exorcismo al cocinero de cierta estancia. Aunque él sonríe y dice que el Diablo no existe cuando alguno le pregunta.

- ¿Y por qué lo hiciste, gauchito? – me preguntó.
- Para convertirme en hombre, padre.
En ese momento se escucharon ladridos y arañazos en la puerta de la oficina del cura. Era el Moro, uno de sus perros.
- Parece que volvieron… ¿Sabés usar un revólver? – me preguntó.
- Si.- mentí.
- Ayudarme va a ser tu penitencia.
            Sacó del cinturón, por debajo de la sotana, una botella y un revólver. Sirvió dos vasos y me entregó el arma. De un cajón sacó otra pistola que brillaba como si fuera toda de plata.
- ¿Agua bendita? Por tu locura de amor ¡Salud!– dijo y brindamos. La ginebra me quemó las tripas.
Recorrimos el camino que lleva a la ruta. Unos diez perros nos acompañaban en silencio.
No me dejó preguntarle a dónde íbamos. Llegamos sigilosamente hasta el cementerio indio. Había antorchas encendidas que parecían flores de fuego. Olí el viento y el olor perfumado de ese fuego no me era ajeno.
            Tres mujeres con túnicas rojas, delante de una tumba abierta decían:
- ¡Salve patrona de las rosas rojas! ¡Poderosa señora de las encrucijadas!
            Un gordo gigante las observaba. Al lado había una fogata y una olla calentándose. Una de las mujeres empezó a reír y me estremecí al recordar esa carcajada.

- En cuanto te de la señal, empezamos a correr y gritar, tirando tiros al aire. ¿Preparado, gauchito? – dijo el cura.
Avanzamos en una confusión de perros, tiros y ladridos. Las personas que estaban en el cementerio indio, salieron corriendo por la playa como ovejas espantadas. De fondo, el Atlántico se sacudía con violencia.

            Sobre una tumba habían sacrificado un perro y esparcido su sangre. En otra, había zapatillas de bailarina, velas, cigarros, cabellos y miel, puestos como ofrendas.
- Hacen falta flores en estos sepulcros – dijo el cura y me alcanzó un habano que tomó de las ofrendas. Lo encendí y empecé a fumar. Adentro de la olla había una especie de caldo hecho con huesos de indios y hierbas. Al respirar el olor a ron del caldo, me atoré con el humo.
- ¿Sabés cuántos cigarros te faltan robarle al Diablo para hacerte hombre, gauchito? – dijo el cura entre risas mientras yo no podía dejar de toser.
            Volvimos al colegio y me acosté temblando como un borracho. Tenía muchas ganas de llorar.

            El cura me dio muy buenas recomendaciones para conquistarte. Cosas simples que podrían haber funcionado.
            Mañana voy a ir a la procesión a caballo. Quiero despedirme y tirar un poco de tierra fresca sobre su tumba. Después voy a llevar un montón de rosas rojas para adornar el cementerio indio. Si querés, podés acompañarme.
            Quién hubiera pensado que el cura iba a enseñarme cómo enamorarte; cómo hacer para que termines acurrucada conmigo entre las sábanas tibias.
            Pero no me tuve fe, supuse que eso no era suficiente, y sentí que mi deber era encender el fuego.
Me arrepiento de haber juntado caldo de la olla del cementerio con mi petaca cuando el cura no me veía. Y más me arrepiento de haber colocado un chorro del caldo en el vino rosado que bebimos en nuestra primera salida.
¿Nunca te preguntaste por qué seguimos durmiendo en la misma cama, podridos de amor? ¿Por qué, pese a los años, el fastidio y los tres hijos que pariste muertos, nuestros corazones siguen entrelazados como dos serpientes?

2 comentarios:

  1. A muchos nos llevó el cura a sacar a tiros a los umbandas! jajaja
    Gracias por el cuento, me trasladó a la adolescencia.
    Jorge

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  2. Mis felicitaciones al autor.
    Muy buen relato y con un final escalofriante.
    Angel

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